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Ingenuidad y debilidad de los padres en la educación de los hijos | Por Mons. Martín Dávila Gándara

Por Mons. Martín Dávila Gándara

Por: Redacción 24 Enero 2020 13 27

Ingenuidad y debilidad de los padres en la educación de los hijos

Una de las causas más hondas de la mala educación de los niños es la debilidad de los padres. Un hijo no puede tener desgracia más grande que ser educado, o mejor dicho deformado, por un padre o madre débil. Sin duda alguna, el defecto más grande contra la firmeza necesaria en la educación es la ingenuidad y debilidades de los padres.

La ingenuidad y debilidad, de debe, a una crisis de formación personal, y esta, se da, debido a la ausencia del auténtico espíritu del Evangelio, todo esto, produce esa morbosa disposición a la ingenuidad, más o menos consciente o inconscientemente, y pasar por bondadosos para disimular la propia debilidad.

Porque una cosa es cierta, para mandar, hay que estar dispuesto a afrontar muchos sacrificios. Y estar todos los días con los niños, y a todas horas, y debiendo intervenir en todas las cosas, aun en las más pequeñas, dificulta enormemente el uso de la autoridad. Y por lo mismo es necesario estar demasiado alto en el ascendiente y capacidad para que la convivencia tan íntima como es la de la familia no atente contra la autoridad.

Es comprensible la situación de las madres y también la de los padres. Pero es necesario que todos se convenzan de que ser materialmente padres no es ninguna empresa del otro mundo, aunque tenga aparejados algunos sufrimientos, dolores y peligros.

Por eso, si los padres aspiran a gozar de ese nombre glorioso, deben necesariamente entregarse a la maternidad o paternidad espiritual. Ahora bien, siempre hay un porcentaje de temperamentos que son débiles por naturaleza; otros que, por diversas circunstancias de la vida, están debilitados, pero creemos que la causa principal, está en la falta de espíritu de sacrificio y de reflexión.

La ingenuidad de las madres tiene tantos matices, ya que las hay de una ingenuidad tan monumental que alcanzan los límites de la tontería. Algunas sueñan que están en el mejor de los mundos. Otras creen, porque es más cómodo pensarlo así, que sus hijos son unos santos, o más aún: impecables por nacimiento.

Otras suponen que nada de lo que hacen ahora, que son tan chiquitos, tendrá repercusiones más adelante, como si el espíritu no guardara y sumara todas las vivencias e impresiones. Todo forma o deforma, en cualquier edad. Pero además recuerden padres, que el niño aprende más en los primeros cuatro años de su vida que en cuatro años de Universidad.

Hay madres y padres tan ingenuos que todo consienten: caprichos, antojos, mimos a granel, todo se lo dan, se lo permiten, se lo toleran: dicen la madres: ¡es tan inocente, pobrecito! Y siguen ellas diciendo: todo lo pueden ver, oír, tocar: “Eso sí, cuando sean más grandecitos, ya se le acabarán todas esas cosas”

El “problema” y el “caso” no es el niño: el caso son los padres. Porque, ¿cuándo dejará, para su mentalidad ingenua y débil, ser chico el niño? (hay casos en donde el muchacho ya tiene más de 20 años, y todavía ciertas mamas los tratan como bebes). Porque, lamentablemente, los límites fijados por la mente del padre o de la madre débil para comenzar a educar, son ilimitados.

EL PROBLEMA ESTA EN LOS PADRES

El problema no está en los hijos: está en los padres. Y es la mala formación de los padres que se va grabando en el hijo como la púa va trasmitiendo a la matriz del disco las vibraciones que recibe.

El hijo será el disco en quien quedarán grabadas todas las tonterías, como también las cosas buenas.

También los hijos son como la cera, o el barro, que tomarán la figura que los padres le formen o deformen.

Si preguntamos de ¿Dónde nace esta ingenuidad?, esto ya es más difícil de responder:

Será, acaso la –¿Ingenuidad temperamental, defecto de educación, incapacidad de reflexión o de pedir consejo a las personas conocedoras y prudentes? O será la ¿Pedantería, superficialidad y frivolidad de vida? o ¿Egoísmo estúpido, que supone bondad en todo, para tener mayor libertad, también en todo?

O, acaso en ¿No entender la psicología de los niños? ¿No saber que hacer con los hijos? ¿No saber para qué es la vida, y no comprender la importancia de los primeros años en la vida humana? o ¿La manía criminal de quitarse de encima toda preocupación seria, toda esclavitud a los hijos?

Aun con todo lo visto, nos sigue siendo difícil responder la causa de esta ingenuidad en los padres, debido a las muchas cosas que se observan diariamente. Tal vez sea más comprensible la debilidad de carácter en las madres.

Naturalmente, algo se debe a los temperamentos: las que tienen un modo de ser flemáticos, las sentimentales, las imaginativas, las sensibilísimas, las que no se acostumbraron a sufrir algo, las que no supieron obedecer o no fueron educadas en un régimen de obediencia y disciplina, las que carecen de voluntad, las que no aman voluntariamente el sacrificio, las que fueron débiles en materia de castidad, todas esas son “madres débiles”. Casi lo mismo vale para los esposos.

Aunque a aquí, no nos interesa tanto averiguar la causas, sino más bien señalar el hecho de que los padres débiles son la causa de la infelicidad futura de sus hijos, y que, a esta altura de la vida, el instinto de maternidad o de paternidad debe llevarlos a superar esa debilidad para hacer felices a los que aman, asegurándoles la salvación de sus almas.

DEBILIDADES

Los Padres ingenuos y débiles son los que tienen esa manera de doblarse habitualmente ante la insistencia de los niños, ya sea porque ceden a su amable y cariñosa importunidad, que recuerda el runrún del gato atraído por alguna golosina, ya sea porque, cansados de sus instancias y hartos de luchar, se dejan arrancar un sí cuando todo interiormente les está gritando un no. Por eso se dijo, al principio, que es necesario mucho sacrificio para mandar.

Otra forma de debilidad corriente es el ceder ante el malhumor del niño, o ante los cuadros exagerados de lloriqueos, gritos o ataques.

Una cosa que deben de mirar y analizar: es que nunca deben de temer a quien llora, o grita, o patalea, o tiene ataque de nervios. Teman solamente a los que no dicen nada, a los que se concentran en una tristeza interior que los destruye o los lleva al paroxismo. El niño o la niña que llega a las escenas violentas lo hace intencionalmente y con premeditación, o dando rienda suelta a sus pasiones contrariadas por la autoridad.

En ambos casos el mejor remedio es que choquen contra la autoridad. Padres, no teman este choque que es como los del cine: nadie se hace nada. Y les digo más: en esos casos, precisamente, deben ser más inflexibles y firmes que nunca, porque esa inflexibilidad es el remedio. Hagan la prueba; después de tres choques de esos no solamente no habrá ningún herido, sino que, al contrario, encontraran a sus hijos muy mejorados.

¡Cuán equivocados están los padres que aflojan ante escenas violentas!

Aunque se queden sin comer tres días, y lloren veinte. En esas escenas, los chicos y las chicas son perfectos artistas, y esos pequeños ataques son como los de los histéricos: recursos para triunfar de la propia impotencia. En todo esto tiene muchísima parte el orgullo.

Por eso es necesario quebrar esa soberbia que, si triunfa una vez, no serán ya capaces de enfrentarla más en su vida, padres, ármense de valor y de serenidad. Estos son los casos que menos deben temer.

Dignos de censura son también los padres, dice Kieffer, que tienen un sistema tal de transacciones que implican en quien manda, se le ve falta de convicciones, ausencia de principios y de continuidad en la acción. Ya que tan desastroso es el oportunismo en educación, como el escepticismo en filosofía.

Porque, hay padres que todo lo abandonan al flujo y reflujo de las circunstancias y de la impresiones; órdenes tras órdenes se suceden con una incoherencia tal que no puede menos de provocar en el niño o una indiferencia total o una irreverencia también total, y la propensión a la anarquía.

Otro acto de debilidad es el sistema de amnistía general

Ven los padres que aparentemente no se consigue nada, en seguida se tiende a reconocer que “con esos hijos es imposible”; y frente a faltas e irregularidades numerosas se suprime la ley y se sancionan las irregularidades haciéndolas normales.

Y se dice: “Esto hasta aquí si, aunque no esté bien. Pero más adelante, no.” Este sistema es más perjudicial. Es como reconocer a un enemigo los continuos avances que va haciendo. Va sacando tantas rebanadas por vez, que, al final, los padres se quedarán sin nada. Los hijos imperan y los padres se convierten en sus humildes esclavos.

Y “¿qué le vamos a hacer?”, dirán algunos; así es la vida. Uno no puede esperar nada.

SE IMPONE UNA REACCIÓN

No se puede esperar nada, si no se sirve para nada. Pero si se tiene conciencia de que mandar no es un mal que debemos soportar, sino que es un deber y una responsabilidad; y cuando se sabe que la autoridad es una condición en la educación, y que no puede existir obra educativa sin autoridad prudente y firme, y que no se puede elevar a la virtud, sino por una vía de disciplina personal y de conjunto, entonces no cabe decir amorfamente:

“La vida es así, no se puede esperar nada.” Esa sería la renuncia a la propia misión y a la propia dignidad.

Sobre todo si se piensa en la vida sobrenatural de los niños, si se reflexiona en la inmortalidad de sus almas, en la Redención de Cristo, en la vida de la Gracia santificante, en el reinado de Dios en sus corazones como condición de su salvación eterna, entonces los padres cristianos saben que Cristo los mira desde la Cruz y les pide el alma de esos hijos que un día colocara en sus brazos para que les aseguraran la vida eterna y los encaminaran de tal manera en el mundo que pudieran merecer la Gloria para la cual fueron creados.

Entonces sí, los padres, se enfrentan a sus responsabilidades cristianas; ya no serán unos tontos ingenuos, ni débiles e inconstantes, sino que en su propia debilidad sostenida por la meditación y la frecuencia de los sacramentos encontrarán las energías para luchar sin desmayos por el triunfo de esa autoridad que, en definitiva, es la condición y el medio eficaz para lograr la felicidad verdadera de los hijos, formados para la virtud.

En un mundo de pecado y de malicia no hay lugar para ingenuidades falsas y humillantes debilidades.

Frente a una realidad amasada en miserias y rebeldías, sus hijos, llenos a su vez de miserias y rebeldías, se sienten absorbidos y casi identificados con su medio ambiente.

Por último, estimados padres, sólo sus diligencias atentas y responsables, y sus maduras experiencias, sus criterios prácticos y su autoridad enérgica, podrán salvarlos.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro “Paternidad y Autoridad” del P. Eduardo Pavanetti sacerdote Salesiano.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

Sus comentarios a obmdavila@yahoo.com.mx


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