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Dolores gloriosos de la Virgen María

 

Por  Mons. Martín Dávila Gándara.

“Una espada de siete filos traspasará tu Corazón”

El 15 de Septiembre de cada año se recuerdan los siete dolores que sufrió la Santísima Virgen María, mismos que fueron profetizados por el anciano Simeón en la presentación del Niños Jesús en el templo.

Por: Redacción 15 Septiembre 2019 13 37

Primeramente, miremos a la Santísima Virgen sufriendo con admirable constancia dolores incomprensibles al pie de la cruz, y pidamos sufrir como Ella para sacar de los dolores la gloria que Ella nos enseño a sacar.

 

Los dolores gloriosos en sus causas.

 

Consideremos que desde que Jesús murió en una cruz no hay gloria como sufrir por El y con El, porque la mayor prueba de amor que la criatura puede dar a su Dios es morir por su amor. Pero ¿quién puede gloriarse de haber dado a su Dios esta prueba suprema de su amor más y mejor que María, la Reina de los mártires?

Pues si se consideramos las causas glorisísimas de esos dolores, hallaremos que son dos: la primera y principal, el amor singularísimo que tiene a su Hijo; y segunda, su propio Hijo, ya bajado de la cruz y puesto entre sus brazos.

Respecto de la primera causa, cuatro cosas hacen ver la grandeza de este amor de la bienaventurada Virgen a Jesús: La primera, era el amor de la Madre más perfecta al Hijo más prefecto que haya podido existir.

La segunda, como María, en la generación temporal de Jesús, era madre sin padre, sentía por El el amor paternal y el maternal al mismo tiempo.

La tercera, la concepción de este Hijo fue realizada en el seno de la Santísima Virgen por obra del Espíritu Santo, que es el amor personal de Dios, de un modo singular, y, por consiguiente, el amor de esta Madre a su Hijo tenía que ser singular también.

La cuarta, a esta se ha de añadir que, como la semejanza produce amor, este divino Hijo y su Santísima Madre eran en todo semejantes y había entre ellos una unión admirable, que era causa de un amor tan perfecto, que puede decirse que entre los dos no tenían más que un solo corazón, de tal modo, que lo que traspasaba el corazón del uno tenía que penetrar necesariamente el corazón del otro.

Sobre todo, María amaba a Jesucristo no solamente como a su Hijo único y natural, sino como a su Dios, empleando para ello la plenitud de gracia que el Espíritu Santo había derramado en su corazón.

Este amor la trasportaba fuera de Sí, haciendo que no viviera más que en su Hijo, ni respirara más que por su Hijo, y que sufriera lo que su Hijo sufría, sintiendo en su alma todo lo que veía padecer en su cuerpo Sacratísimo a su divino Hijo.

Ahora, si se considera la causa instrumental de los dolores de María, se verá, en primer lugar, que el martirio es tanto más doloroso cuanto el instrumento que lo ejecuta es más cruel. ¿Y qué instrumento más cruel podía inventarse para el martirio de María que la Pasión de Jesucristo?

Ella fue la cortante espada que traspasó el corazón de la Santísima Virgen, según la profecía de Simeón. Esa espada, esto es, el cúmulo de los tormentos que componen la Pasión de Jesús, fue lo que hirió el alma de María, no dejando la más pequeña parte de su corazón maternal que no fuese herida por ella.

Aquel Hijo destrozado, ensangrentado, pálido y muerto, fue lo que martirizó el corazón de María, de tal modo dice San Juan Damasceno, que si la Santísima Virgen le dio a luz en Belén sin dolores, en el Calvario le di a luz a costa de tormentos inexplicables.

 

Dolores gloriosos por sus circunstancias.

 

Veamos las circunstancias más aflictivas de los dolores de María, y hallaremos, desde luego, que no ha habido dolor como su dolor, y, por consiguiente, ni gloria como su gloria.

Consideremos que en los planes de Dios fue preciso que María asistiese en persona a aquella sangrienta tragedia, obligada a contemplar con sus propios ojos a aquel Hijo amado, cuya grandeza e infinitos méritos conocía perfectamente, arrastrado por las calles de Jerusalén con una cuerda al cuello, manchado de salivas, herido por mil oprobios y clavado, por fin, en un patíbulo en medio de dos ladrones.

Se vio obligada a oír a los pies de aquel madero todas las injurias, maldiciones y blasfemias que el ingrato pueblo y sus verdugos, ebrios de furor, vomitaban contra Jesús.

Además, hay otra circunstancia que hacia más aflictiva la presencia de la Santísima Virgen al pie de la cruz, y era la imposibilidad en que se hallaba de aliviar en lo más mínimo los tormentos de su querido Hijo.

¡En qué estado se hallaría aquel amantísimo corazón viendo a Jesús, cubierto de sangre y extenuado de fatiga y dolor, y sucumbiendo bajo el peso de aquel afrentoso madero! ¡Qué sentiría al ver desnudo y llagado aquel hermosísimo cuerpo, con tanto cuidado tratado por Ella, expuesto a las miradas de la plebe sin poder aproximarse a El para cubrirle con su manto!

¡Qué aflicción verle cubierto de llagas sin poder verdárselas! ¡Qué dolor al verle inclinar la cabeza sin podérsela sostener, verle llorar y no poder enjugar sus lágrimas, y, por último, expirar sin poder reclinar en su seno la sagrada cabeza!

Sobre todo, ¿habrá quien pueda expresar el dolor inmenso de María al oírle decir: Tengo sed, y ver que sus enemigos, en vez de aplacarla con agua, le daban en una esponja hiel y vinagre?

Pero todavía hubo de sufrir más cuando, al recomendarla al discípulo amado, la llamo “mujer” en vez de “madre”, que fue lo mismo que decirle: Vas a perder a este Hijo único, objeto de tus amores, el que sólo puede consolarte; pero resígnate a tener en su lugar a uno de sus discípulos; esto es, a un hombre que tendrá cerca de ti el lugar que hasta ahora ha tenido tu Hijo.

Aun después de muerto Jesús, tuvo que sufrir otro dolor más acerbo, que fue verle traspasado con una lanza del soldado, que atravesó al mismo tiempo el corazón de María, para que sus dolores no terminaran con los de su Hijo.

Entonces fue, ¡oh Madre, la más afligida de las madres!, cuando la espada profetizada por Simeón atravesó tu alma. Cuando la lanza cruel atravesó el costado de tu Hijo, su alma no se hallaba ya en su cuerpo, pero sí la tuya; por eso no fue El, sino tu, quien sintió el dolor de ese último golpe, a fin de que pudiéramos decir que el martirio de tu compasión sobrepujó en duración al martirio de la Pasión de tu Hijo.

 

Participación en los dolores de María.

 

Debemos imitar a la Santísima Virgen, principalmente en tres cosas: en subir con Ella al Calvario, en colocarnos al pie de cruz de Jesucristo y mantenernos allí en pie, esto es, con valor y constancia, y en participar, por la fuerza del amor, de la cruz del Salvador y reflejar en todo nuestro ser la imagen de Cristo crucificado, modelo de todos los predestinados.

San Pedro no tenía aún la plenitud del Espíritu Santo ni sabía lo que se decía, según S. Lucas, cuando quería quedarse en el monte Tabor; porque las glorias y goces del Tabor están reservadas para la eternidad; más durante la vida es necesario subir con Jesús y maría al Calvario.

Dios Nuestro Señor, dice San Jerónimo, no tiene dos paraísos para los suyos, y, por tanto, el que quiere tener su paraíso en la tierra renuncia al del cielo. Hay, pues, que cosechar la mirra en el Calvario con todos los predestinados, dejando el Tabor del mundo, con sus falsos resplandores y sus prosperidades engañosas, para herencia de los réprobos.

Hay que acercarse con la Santísima Virgen y todos los bienaventurados al pie de Cruz, y allí, abriendo los ojos de la fe, dirijamos una mirada amorosa al autor y consumador de nuestra salvación. Escuchemos la voz del Padre, que nos manda copiar el ejemplar y modelo que nos ha mostrado en el Calvario.

Miremos a los santos, que, obedientes a esa voz, se colocan todos en el Calvario al pie de cruz, y allí, con el pincel en la mano, trabajan incesantemente en copiar a Jesucristo crucificado, persuadidos de que los cristianos en esta vida no tienen otro oficio que el de hacer crucifijos en sí mismos, según la doctrina de San Pablo.

Miremos si hemos adelantado mucho en esta obra, y pensemos que tenemos, hace ya muchos años, el pincel en la mano; que Dios nos ha suministrado el lienzo, dándonos un alma inmortal, y Jesucristo nos ofrece los colores de su preciosa sangre.

Acaso ¿Hemos copiado durante ese tiempo en nuestra alma, reflejándolas en nuestras costumbres, la paciencia, la dulzura, la pobreza, la mortificación; en una palabra, todas las grandes virtudes que aparecen con caracteres resplandecientes de sangre en Jesucristo crucificado?

Pensemos que el empleo especial de un cristiano debe ser ocuparse en este estudio profundo, cuyas enseñanzas debemos grabar en nuestro corazón para que, habiendo llevado en esta vida la imagen de sus dolores, podamos en la otra recibir la semejanza de su gloria.

Terminemos con esta oración: ¡Oh María del amor y del dolor! Ahora vemos que no hay cosa más gloriosa que sufrir contigo al lado de la cruz, porque por ese dolor se llega a la gloria de imitarte y de imitar al que por la cruz venció y salvó al mundo. No queremos ya gloriarnos sino ser hijos de la cruz y de tus dolores Virgen Santa.

Haz, Madre nuestra, que sepamos sufrir con gloria como tú, para que nuestras penas y trabajos nos produzcan un peso inmenso de gloria eterna.

Por último. Amemos cada día más y más la cruz, porque en ella está la gloria, la salvación y el triunfo sobre nuestros enemigos.

La mayor parte de este escrito fue tomado del libro “Meditaciones Espirituales” del P. Francisco de la Paula Garzón S. J.

Sinceramente en Cristo

 Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones


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