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Como vencer la Tentaciones | Por Mons. Martín Dávila

“Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para que fuese tentado por el diablo” (Mt., IV, 1)

Por: Redacción 16 Marzo 2019 14 16

¡Misterio de humildad, de bondad y de amor! Jesucristo quiso ser tentado por el demonio para ser nuestro modelo y para enseñarnos con su propio ejemplo como vencer al diablo.

Agradezcámosle y pidámosle que nos asista y fortalezca en las luchas que debemos sostener contra Satanás y los enemigos de nuestra alma: “El Señor es mi fortaleza: ¿ante quién temblar?”.

Para vencer la tentación, importa conocer bien: A nuestros enemigos, y los medios de combatirlos y de triunfar de ellos.

Nuestros enemigos.

Son tres, y muy formidables: la carne, el mundo y el demonio.

La carne, es decir, nosotros mismos, nuestro corazón, nuestras inclinaciones viciosas, nuestras malas concupiscencias, así como dice el Apóstol Santiago: “Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen” (Sant., I, 14).

Esta “ley de los miembros” es el “cuerpo de muerte” de que se quejaba San Pablo: “Pero siento otra ley en mi cuerpo que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que esta en mis miembros” (Rom., VII, 23); “¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Es el más peligroso de nuestros enemigos, porque está en nosotros y es inseparable de nosotros. ¿Quién no sabe, por una triste experiencia, los funestos efectos de la concupiscencia de carne? ¡Qué de imaginaciones malas, de pensamientos obscenos, de deseos desordenados!

Y las tentaciones de codicia, los bajos apegos a los bienes terrenos, la insaciable avidez de adquirir siempre más; de ahí los robos e injusticias.

Y las tempestades del orgullo, del amor desordenado de nosotros mismos. Del orgullo proceden el odio, la envidia, los celos, los rencores, las venganzas, etc.

El mundo. A que enemigo interior hay que añadir el mundo, que a decir de San Juan: “Sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo todo está bajo el maligno” (I Jn., V, 19). Malignos son sus placeres, sus alegrías, sus máximas tan opuestas a la del Evangelio, sus escándalos sus halagos, sus promesas, sus amenazas, sus persecuciones.

Ahí tenemos el ejemplo de San Jerónimo, que era perseguido, hasta en su soledad en el desierto, por los fantasmas de los placeres mundanos, a los que en otro tiempo había entregado su corazón. ¡Cuántos lazos y peligros para los hijos de Dios!

El demonio, el príncipe de las tinieblas, el eterno enemigo de Dios y de sus servidores.

Es dice San Pedro: “Como un león rugiente alrededor nuestro, en busca de presa que devorar” (I Ped., V, 8).

Escuchemos a San Pablo: “No hemos de lucha solamente contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los espíritus malignos esparcidos por los aires” (Efes., VI, 12).

Ellos son especialmente poderosos, hábiles y malignos; espían las ocasiones de hacernos caer, y las provocan; se sirven de todo para perdernos: de n nuestras facultades, de las criaturas que nos rodean, de los accidentes y sucesos que nos acontecen, del bien como del mal que ven en nosotros. Para ellos todo es un arma entre sus manos. ¡Oh!, ¡desgraciado aquel que no está siempre en guardia!

Y si los demonios no pueden hacernos sucumbir en la tentación, procuran hacernos caer por lo menos en al tibieza, o en el desaliento, o en la vanagloria. Decía una persona piadosa: “Cuando el demonio no puede tener lo mucho, se contenta con lo poco; pero con ese poco obtiene lo mucho”.

¡Cuántas veces “se transforma en ángel de luz” (II, Cor., XI, 14) como dice San Pablo para impedir una buena obra o hacernos emprender un camino falso! De esto habido ejemplos en la vida de los Santos: Como San Vicente Ferrer, Alonso Rodriguez, y otros más.

Los Medios que tenemos para combatir estos enemigos.

La tentación, pues, es inminente y el ataque, muchas veces, es rudo y terrible. Siendo Dios, respetuoso de nuestra libertad, no deja de asistirnos con su gracia; está allí cerca de nosotros, velando como un buen padre, como una tierna madre, porque como dice San Pablo: “Fiel es es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas” (I Cor., X, 13). Dios quiere que combatamos, pero para poder coronarnos.

Por otra parte, Jesucristo se cuidó de enseñarnos, con sus ejemplos y su doctrina, estrategia y las armas que hay que emplear para vencer. Esta estrategia consiste sobre todo en tres cosas: velar, orar, y resistir.

Velar. Es su primera recomendación: “Vigilad y orad, para no caer en la tentación” (Mt., XXVI, 41). Velemos sin descanso, “porque el demonio anda alrededor nuestro” incesantemente.

¡Cuántas precauciones se toman en una ciudad asediada o en ejército en campaña, para no dejarse sorprender! La vigilancia es el primer deber, la primera seguridad. ¡Cuántos cristianos duermen o dormitan, y permanecen meses y años en pecado mortal!

El primer cuidado de una alma vigilante es de estar en paz con Dios, con una conciencia limpia. El demonio está seguro de vencer a las almas relajadas, frías, ligeras, que no temen incluso la sombra del pecado venial.

Hay que velar siempre, y desconfiemos de la ociosidad, del aburrimiento, de la melancolía, de una cierta apatía, de la disipación, de la ligereza, y de buscar alabanzas. El demonio, se sirve de todo para penetrar en nuestra alma.

Porque sabe que todo puede servir para santificarnos y ayudarnos a merecer el cielo, por eso se afana en mancillar las cosas con sus maliciosas y abominables sugestiones, para que todo, aun lo que es bueno y santo en sí, nos resulte instrumento del mal y causa de pecado.

Velemos, pues, sobre nuestros sentidos, sobre nuestros afectos, sobre nuestras intenciones, sobre nuestras relaciones, sobre las ocasiones, aunque sean poco peligrosas, porque recordemos lo que dice el Eclesiástico III, 27: “Quien ama el peligro perecerá en él”. Velemos en todas partes y siempre; porque, el diablo es hábil en engañarnos bajo los más especiosos pretextos, en todo tiempo, en todos los lugares, de todas las maneras.

Orar.- A la vigilancia añade Jesús en seguida la oración, diciéndonos: “Vigilad y orad, para no caer en la tentación”. La vigilancia es una práctica human, la oración es una práctica divina; la vigilancia hace evitar el combate, la oración hace conseguir la victoria. En el orden sobrenatural, una y otra vienen de Dios, y nos llevan a Dios; son gracias, y necesitamos absolutamente las dos.

Aquí se trata de la oración en todas sus formas; pero las oraciones sacadas de la Sagrada Escritura tienen una virtud especial; sobre todo los Salmos nos ofrecen fórmulas excelentes, en donde Dios ama, y nos asiste, pero quiere que le dirijamos nuestras súplicas: “Venid a mí todos los que están fatigados y cargados, que yo os aliviaré”. (Mt., XI, 28); “Me invocará él, y yo le responderé” Salmo, 90, 15).

¿Qué hace un niño en presencia de un peligro? Llama a su madre. Cuando el joven Tobías se vio amenazado por el pez enorme que se le abalanzaba contra él para devorarle, grito al momento a su protector para que el socorriese: Pero el ángel le dijo: “Agárralo” (Tob., VI, 3).

Es preciso orar siempre, sobre todo en las tentaciones contra la fe y contra la pureza. San Pacomio repetía incesantemente a sus religiosos: “Orad, hermanos míos, orad”. Satanás pone todos sus esfuerzos para apartarnos de la oración, con el sueño, las distracciones, el aburrimiento, el disgusto.

Desconfiemos de esta táctica infernal; prolonguemos, más bien, nuestras oraciones, a ejemplo del Salvador, “que estando en agonía y puesto de rodillas oraba” (Lc., XXII, 41) A la oración debemos añadir la señal de la cruz y el agua bendita, cuya virtud es poderosísima para arrojar al demonio.

Resistir.- La oración proporciona las armas, la resistencia las emplea. Resistir desde el principio, porque toda negligencia o lentitud puede ser mortal. ¿Qué hacemos si sobre nuestras vestimentas cae una chispa de fuego? Luego nos apresuramos a apagarla.

Según el pensamiento de San Francisco de Sales, no esperemos a que el demonio nos tenga atados con una cadena; procuremos no dejarnos agarrar ni siquiera por un cabello. Porque entonces el enemigo fácilmente nos sujetaría con un hilo, después con una cuerda, y por fin nos cargaría de cadenas y nos haría sus esclavos.

Rechacemos, pues, inmediatamente al tentador, especialmente cuando en nosotros ataque la santa virtud. En las tentaciones de odio, de rencor, de murmuración, de desobediencia, seamos generosos, y hagamos actos de la virtud contraria.

Nuestras armas principales para resistir son, con la gracia de Dios:

La fe. Es el arma real, es por eso que dice San Juan: “La victoria, que vence al mundo, es nuestra fe” (I Jn., V, 4); y San Pedro nos exhorta a: “Resistir fuertes en la fe” (I Ped., V, 9). Cuando más firmemente creamos las verdades de nuestra santa Religión, más fielmente practicaremos sus preceptos; porque. Como dice San Pablo: “La fe hace vivir al justo” (Rom., I, 17).

Si el demonio ha llegado a ser actualmente tan terrible, es debido a la debilitación de la fe entre los católicos. Por eso dice el Salmo XI, 2: “¡Oh Señor!, porque no hay piadosos, ya no hay fieles entre los los hijos de los hombres”; y el Eclesiástico VII, 40: “Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás”. Hagamos, pues, frecuentes actos de fe y de confianza en el poder, la sabiduría y la bondad de Dios.

La humildad. El demonio la teme: si la fe hiere al enemigo en la cabeza, la humildad le hiere en el corazón. En la tentación hagamos muchos actos de humildad, interiores y exteriores.

La mortificación, ya sea habitual, ya actual. La inmortificación es cómplice del demonio, “quien—decía un santo—puede acostarse a los pies de un alma inmortificada y dormir allí, seguro de que su obra se hará por sí sola”. Velemos sobre nuestros sentidos: ya que son las puertas por las cuales Satanás entrará en nuestro corazón; si no lo tenemos cuidadosamente cerrados puede entrar en cualquier momento.

La sencillez, para descubrir todas nuestras tentaciones al confesor. El demonio se asemeja a los ladrones, que emprenden la fuga luego que se ven descubiertos.

La recepción frecuente y fervorosa de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Por la Sagrada Comunión, Jesús está con nosotros, y entonces diremos con el salmo XXVI, 1: “¿a quién temer? El Señor es la fortaleza de mi vida: ¿ante quién temblar”; y también podemos decir con San Pablo: “Todo lo puedo, con aquel que me conforta” (Fil., IV, 13).

El acudir a María, nuestra más tierna Madre, a quien fue dada la potestad de aplastar la cabeza de la serpiente infernal. “Si aumentan los vientos de la tentaciones, si sufrimos terribles tribulaciones, mira a la estrella, llama a María”, dice San Bernardo. El nombre de María hace huir al demonio y lo precipita en el infierno.

Conclusión.- ¡Ánimo, pues, hermanos míos, en todas nuestras tentaciones! Jesucristo nos contempla y nos sostiene. Empleemos bien las armas que Él acaba de indicarnos, y estaremos seguros de vencer. Combatimos bajo la mirada de nuestro Rey, y Él nos prepara tantas coronas cuantas fueren nuestras victorias. 

Por último. Digamos con San Pablo: “¿Quién, pues, podrá separarnos del amor de Cristo? Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni principados, ni otra ninguna criatura podrá jamás separarnos de Nuestro Señor Jesucristo” (Rom., VIII, 15 y sigs.), a quien sea el honor y gloria, amor y bendición por los siglos de los siglos.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones


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