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Resurrección de Cristo | Por Mons. Martín Dávila Gándara

La Resurrección de Cristo es el triunfo de nuestra Fe y de nuestra Esperanza.

Por: Miguel Fierro Serna 07 Abril 2018 09 48

El domingo pasado recordamos el colosal hecho de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por lo mismo en este ciclo litúrgico; dediquémonos a fomentar sentimientos de alabanza, adoración y amor a Jesucristo resucitado. Regocijémonos y transportémomos de alegría.

La Resurrección de Jesucristo es el triunfo de nuestra fe.

Jesucristo resucitó verdaderamente. Los Apóstoles, que atestiguaron y sellaron con su sangre su testimonio, no pudieron engañarse, puesto que conversaron con El durante cuarenta días; ni quisieron tampoco engañar, pues a ello se oponían sus más caros intereses en este mundo y en el otro.

Y, por otra parte, si Jesucristo no hubiera resucitado, no habría sido a los ojos de ellos más que un impostor que les habría engañado, predicando su Resurrección. Tampoco los Apóstoles habrían podido engañarnos, aunque lo hubiera querido, puesto que los soldados romanos que estaban de guardia en el sepulcro no habrían permitido sacar el sagrado cuerpo.

Es pues cierto y certísimo, que Jesús verdaderamente resucitó. Y cierto, por consiguiente, que Cristo es Dios Todopoderoso, puesto que un hombre muerto no puede por sí mismo resucitar: así como dice San Pablo a los Rom., I, 4. Sólo Dios, dueño de la vida y de la muerte, es capaz de tal prodigio.

¡Oh santa fiesta de Pascua, cuán querida eres! La resurrección de nuestro Salvador es para nosotros la garantía de su divinidad, y, por lo mismo, la garantía de todas nuestras creencias (II Tim., I 12); porque es Dios, su Religión es divina; el Evangelio, que es su palabra, es divino; los sacramentos que ha establecido, son divinos; la Iglesia que ha fundado, es divina; y creyéndole, estamos seguros de no engañarnos.

Siguiendo nuestra fe, marchamos tras un guía infalible, y haciendo los sacrificios que nos pide, sabemos que no perdemos el trabajo y que Dios nos recompensará. En vano el incrédulo impugna nuestra creencia; en vano las naciones braman de furor, y los judíos la llaman escándalo, y los gentiles locura.

“Jesucristo ha resucitado”, respondemos a todos, y no hay objeción que no venga a pulverizarse contra la roca de su sepulcro glorioso. ¡Qué consuelo, qué triunfo para nuestra fe, que no tiene necesidad sino de este solo hecho para ser altamente justificado!

¡Cúan justo es pues reanimar nuestra fe en este hermoso tiempo, creyendo las cosas de la Religión como si con los ojos corporales las viéramos (Heb., XI, 27), y mostrándonos hombres de fe en nuestra conducta, en nuestro lenguaje, en la oración, en el lugar santo, en todo y por todo!

La Resurrección de Jesucristo es el triunfo de nuestra esperanza.

El hombre, que no vive sino muy poco tiempo aquí en la tierra, lleno de muchas miserias, tiene necesidad de esperar, por lo que se regocija este tiempo, cantando con la Iglesia: “Jesucristo, nuestra esperanza, ha resucitado”.

La Resurrección del Salvador es para nosotros la prenda y la seguridad de una resurrección semejante, que nos librará de todas las penas de la vida. “Jesucristo es el primogénito de entre los muertos” (I, Cor., XV, 20) dice el Apóstol; “por lo cual, después de El. Resucitarán también de sus cenizas los otros muertos”.

“Nosotros formaremos con El un todo perfecto, un cuerpo cuya cabeza es El”, dice el mismo Apóstol; “pues los miembros deben seguir la condición de su cabeza”. ¿Qué sería de un cuerpo cuya cabeza anduviera por un lado y los miembros por otro? ¿Sería conveniente que el Espíritu Santo designara, bajo la figura de la cabeza y de los miembros, a Jesucristo y a los fieles, si debían vivir separados?

Si no formamos más que un solo cuerpo con Jesucristo, su Resurrección contiene la nuestra, como la nuestra supone la suya: la una contiene esencialmente a la otra. Por lo mismo dice San Pablo: “Si os anunciamos, que Jesucristo ha resucitado, ¡cómo podríamos decir que no había resurrección para nosotros?” (I, Cor., XV, 12).

siendo éste un dogma consolador, que hace triunfar nuestra esperanza entre los trabajos y padecimientos de la vida; porque, si debemos resucitar como Jesucristo, nuestras lágrimas entonces se convertirán en gozo, nuestras penas en delicias, nuestra pobreza en abundancia, nuestra confusión en gloria, nuestra muerte en una vida eterna.

Por lo mismo dice Job: “Yo sé, que mi Redentor vive, que yo resucitaré de la tierra el último día y de nuevo seré revestido de mi piel, y que en mi carne veré a mi Dios: el que le ha de ver seré yo mismo, y con mis propios ojos le veré, y esta esperanza está puesta en mí pecho” (Job., XIX, 25, 27).

El Rey del universo, decía el segundo de los mártires Macabeos, nos resucitará para la vida eterna” (II, Mac., VII, 9) “Poco me importa, decía el tercero, perder aquí mis miembros, porque Dios me los devolverá algún día” (Ibid., 11) “Mejor es para nosotros, agregaba el cuarto, morir a manos de los hombres, porque esperamos en Dios que nos ha de resucitar” (Ibid., 14).

Decía Santa Mónica: ¿Qué importa, morir lejos de mi patria? Dios, al fin de los tiempos, sabrá encontrarme para resucitarme.

En fin, todos los mártires y todos los justos han muerto con esta esperanza donde el cuerpo de los santos será glorioso, impasible, inmortal, resplandeciente como el sol, ágil como los espíritus; donde no habrá ni dolores ni lágrimas; donde todo será gloria y felicidad.

¡Oh magnifica esperanza! ¡Cómo nos complacerá entonces haber padecido con paciencia, habernos mortificado y privado de los vanos goces del mundo!

Por último. Tomemos la siguiente resolución: primero. De alabar, glorificar y bendecir con frecuentes aspiraciones a Jesucristo resucitado; segundo. De a hacer seguidos actos de fe en la divinidad de Jesucristo, de su Religión y de su Iglesia, e igualmente actos de esperanza en la vida futura. Por lo mismo, tributemos: alabanza y amor a Jesucristo resucitado.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

Sus Comentarios a obmdavila@yahoo.com.mx


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